Ayer fue el santo de Carolina y nuestra hija quería regalarle un elefante rosa. Un elefante rosa y grande. Le dije que quizás no lo encontraríamos fácilmente y se quedó pensativa. No debió creerme, porque cuando entré en la librería del barrio a comprar una revista le preguntó al dependiente si vendían elefantes rosas. El señor, quizás cansado por llevar trabajando de pie desde las siete de la mañana, la miró desde arriba con seriedad y le dijo que no, que no tenían elefantes de ningún tipo.
Una vecina nos paró en la calle para saludarnos y la niña le dijo que estaba buscando un elefante grande y rosa para su mamá. Quería regalarle algo muy especial para su santo. La señora aplaudió la ocurrencia y comentó lo espabilados que están hoy los niños mientras la pequeña tiraba con fuerza de mi mano. Luego entramos en la tienda de ultramarinos de la calle y cuando nos tocó el turno, se alzó de puntillas y se agarró con la punta de sus dedos al borde del mostrador para ver mejor a la dependienta. Con los ojos bien abiertos, le preguntó si vendían elefantes rosas porque ella quería uno rosa y grande. La dependienta sonrió incrédula antes de lanzar una fuerte carcajada y disculparse por haberlos agotado. Quizás mañana le llegasen más con el reparto de mercancía. Entonces decidimos comprarle a Carolina un bote de Nocilla para su santo.
La pequeña metió cuidadosamente la Nocilla en una bolsa de papel y cuando llegamos a casa sorprendió a su madre con el regalo. Quizás en aquel instante comprendió que no pasa nada si no encontramos un elefante rosa y grande porque siempre habrá un poco de chocolate u otros pequeños motivos para crear un momento especial.
El Mirador 