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Hace unos años, mi mujer y yo llegamos al pueblo senegalés de Nianing con la intención de aproximarnos a África desde uno de sus países más seguros y acogedores. Senegal es el país más europeo de África, nos recordaba la dueña del alojamiento que habíamos reservado por Internet, mientras atravesábamos callejuelas polvorientas en un Mercedes más próximo al desguace que al concesionario. El vehículo, conducido por un chófer de imponente tamaño, levantaba tanto polvo anaranjado que apenas podíamos ver a los niños que corrían para darnos la bienvenida.
Al cruzar la plaza, la anfitriona dio órdenes al conductor de reducir la velocidad, bajó la ventanilla y agitó la mano para saludar a un grupo mujeres diola protegidas del sol por un techo de palma raída. Entre ellas destacaba una joven esbelta que nos miraba con atención.
Esa misma noche Marguertie se presentó en la casa para invitarnos a dar un paseo. Caminamos hasta la playa en la que descansaban sobre la arena los cayucos iluminados por la luna. «Mañana se irán los jóvenes a pescar y luego nosotras les ayudaremos a limpiar las redes y el pescado para llevarlo al mercado», nos dijo en un francés rudimentario. «A mi no me gusta esta vida, yo quiero irme a París como mi mamá».
Marguerite apenas tenía quince años pero pensaba que su belleza podría ayudarla a triunfar en la sociedad europea, una sociedad que creía conocer porque, desde las vallas de esterilla, observaba el comportamiento de las chicas que se alojaban en un todo incluido abierto a las afueras del pueblo. «Me gustaría ser modelo. Mi mamá se fue, nos dejó aquí con la abuela y mis hermanos. Todavía no ha vuelto y creo que se ha casado con un francés».
El día de nuestra despedida, paseamos con Marguerite por Nianing y le dijimos que no se fuese, que finalizase sus estudios, que todavía era muy joven y tenía muchas experiencias que vivir en su país. Entonces giró la cabeza para mirar a su sobrino, un bebé que protegía con una manta de vivos colores sobre su espalda, bajó la mirada y nos dijo que su deseo era emigrar, llegar a Europa, un lugar que no consideraba tan complejo ni lejano porque Senegal había sido una buena colonia francesa.
Al día siguiente, cuando estábamos metiendo las maletas en el coche que nos llevaría al aeropuerto de Dakar, los niños que revoloteaban alrededor se apartaron para dejar paso a nuestra nueva amiga, que se acercó a mi mujer para besarle la mejilla y poner sobre su cuello un collar que quería regalarle. También nos dio un recorte de papel con sus datos personales para que le escribiésemos y, si teníamos hijos pronto, podría venir a nuestra casa como cuidadora. Al fin y al cabo España estaba cerca de París. Yo le di la mano y, consciente de sus inquietudes, la despedí diciendo: «Au revoir Mademoiselle Marguerite»
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Desconozco si Marguerite habrá conseguido finalmente su anhelo, pero hace unos días, cuando la ONG ACCEM presentó el barómetro de la inmigración en Oviedo, pude verla en la pantalla del salón de actos agitando la mano mientras nuestro coche se alejaba del pueblo, al lado de la pequeña discoteca que tanto le gustaba. Entonces, de forma inesperada, con el automatismo propio de la asociación libre de ideas, recordé el concierto Ismaël Lô en París. Retrocedí hasta 2007 y salté a la Plaza de La Bastilla para escuchar al músico senegalés y sentir la existencia de otras realidades, de personas y grupos sociales que parecen estar, física o mentalmente, tan lejos de su tierra como de nuestro pequeño mundo.
Si somos personas y nada de lo humano nos es ajeno, deberíamos sentir la necesidad de comprender -e integrar en nuestra interpretación del mundo- aquellas realidades sociales que llaman a nuestras puertas. Más allá de la política de salón, existe la realidad personal de los inmigrantes, con historias de vida, conocimientos y experiencias arrastradas desde miles de kilómetros y situadas ahora en nuestro sistema social. No saber o, lo que es peor, no querer escuchar los ecos de esta realidad cotidiana, nos hace rehusar al aprendizaje que podrían facilitarnos todas aquellas personas que, como Marguerite, se sientan al atardecer frente al océano con la necesidad de creer que otro mundo es posible.
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P.D. Adaptación del artículo publicado inicialmente en octubre de 2006 en el periódico Con otro acento, un proyecto editorial de los argentinos Silvia Peri y Eduardo Caldarola – doctora en Biología y periodista, respectivamente- para dar voz a la diversidad de los inmigrantes; desde los más sencillos hasta los más cualificados, de los más próximos a los más alejados de nuestra cultura local. El periódico apenas pudo mantener su tirada unos números antes de tragárselo las hemerotecas. Sus creadores, los soñadores Silvia y Eduardo, regresaron a su país en busca de nuevas oportunidades pero sin dejar de creer –a pesar de muchas barreras y sufrimientos- que otro mundo, quizás, es posible.
Emocionante, y muy bien escrito, retazo de vida cotidiana, desgraciadamente tan frecuente. Sin duda que otro mundo es posible, y con personas que tienen la sensibilidad de verlo y actuar consecuentemente como es tu caso, todos los demás alimentamos nuestra esperanza. Gracias por ello.
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