I
Lunes, ocho de la mañana. Tomo el camino tortuoso que bordea la ría y disfruto de los reflejos del amanecer sobre el agua. No hay más coches en la carretera.

Antes de tomar la autopista paro en la gasolinera. Mientras reposto combustible para la próxima quincena, veo restos de la Ría a lo lejos. Si hace unos años me hubiesen dicho que disfrutaría de las vacaciones a unos 20 minutos del trabajo, no lo hubiese creído. ¿Cómo era posible que aquel verano, sin apenas desplazarnos de nuestro entorno, habíamos disfrutando tanto?
Optamos por algo convencional, tan sencillo como una casa donde descansar, frente a una ría grandiosa pero sin mucha atracción turística: ni aislada ni masificada. No podríamos dejar constancia en las redes de una ruta en bicicleta entre los viñedos de Saint-Émilion, ni de un gintonic perfumado de lima y menta en un hotel boutique del Cabo de Gata. Por esta vez no habíamos sido singulares, pensaba mientras el empleado de la estación de servicio me preguntaba si tenía la tarjeta Porque tú vuelves: “¿Tiene usted la tarjeta de CEPSA?”
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“Aquí tiene, sus puntos”, “¿Quiere que le presente la nueva tarjeta CEPSA con puntos de Carrefour?” El gasolinero era amable, pero la nueva tarjeta con puntos canjeables en el hipermercado no estaba dentro de mi ámbito de intereres así que apenas captó mi atención. “Gracias, en este momento no preveo hacer nuevas tarjetas. Muchas gracias”.
Arranqué el vehículo pensando cómo nos estamos complicando la vida en el circo del siglo XXI. Y es que somos animales sociales y culturales, y no dioses. Aunque nos duela. Tomé la salida hacia la autopista del Cantábrico y temí volver a vivir un episodio de pánico conduciendo, como me había ocurrido hacía unos meses, pero la libre asociación de ideas me distrajo al pensar en Mister Passmore.
En su novela Terapia, el escritor británico David Lodge narra las peripecias del angustiado Lawrence Passmore, guionista de una exitosa serie de televisión. Cuando Passmore, por recomendación de su psicoterapeuta, escribe una lista con los aspectos positivos de su vida y otra con los negativos, en la primera columna anota:
- Éxito profesional.
- Buena situación económica.
- Buena salud.
- Matrimonio feliz.
- Hijos bien encarrilados en la vida.
- Casa bonita.
- Coche grande.
- Hago fiesta siempre que quiero.
En la columna de aspectos negativos, un solo aspecto era suficiente:
- Por regla general, me siento desgraciado.
Semanas después, añadió otro punto a esta columna:
- Dolor en la rodilla.
Le propuse este sencillo ejercicio a mi amiga Celia, profesora universitaria y brillante investigadora, cuando me reconoció que estaba viviendo un presente difícil. Y en la primera columna anotó:
- Éxito académico e investigador.
- Buen estado físico.
- Estilo de vida muy saludable.
- Grandes amigos, de los que me siento orgullosa.
- Reconocimiento en círculos académicos europeos.
- Dominio del inglés y el francés académico.
- Unos padres maravillosos.
- Soy urbanita y viajo a otras ciudades a menudo.
Celia apuntó dos problemas en la otra columna. Los problemas que centraban todos sus pensamientos y obsesiones:
- He comprado una casa adosada en una urbanización.
- Me he hipotecado…en todos los sentidos.
Minutos después dejó de hablar, miró el paisaje seco de invierno, y regresó al folio para anotar un tercer punto en la columna de aspectos negativos:
- En ocasiones me acuesto o me levanto llorando. Creo que me gustaría dejar de estar sola y volver a vivir en pareja.

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Cuando hablo con mi médica de familia sobre estas preocupaciones cotidianas, me dice que todo esto es muy normal; por ello, al igual que muchas personas utilizan colirio para relajar la mirada agotada de tanta pantalla electrónica, no pocos han incluido en su dieta diaria una pequeña dosis de escitalopram, un inhibidor selectivo de la recaptación de la serotonina para equilibrar los vaivenes emocionales y bloquear –de forma muy limpia- esos pequeños detalles que anotamos en la columna de aspectos negativos de la vida…sobre todo los que añadimos casualmente, esos que tienen a enquistarse como traviesos pensamientos obsesivos.
Como me recuerda mi buen amigo Daniel, vermú y patatitas de por medio, el escitalopram cambió su vida, una vida perfecta pero afectada por pensamientos recurrentes sobre pequeños aspectos negativos que la afean. Y ahora –recuerda mi amigo-, después de un año tomando la pastillita con los cereales del desayuno, no puede ser más feliz.
¿Qué nos está pasando? En el Informe sobre el panorama de sanidad que anualmente presenta la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), se manifiesta en los últimos años un incremento notable del consumo de antidepresivos en la escena global. Desde Islandia hasta Australia, pasando por Bélgica, España o Portugal, se cuantifica un incremento en la prescripción de principios activos para el tratamiento de depresión o de la ansiedad y sus diferentes manifestaciones. Y nunca el ambiente ha estado tan cargado de recaptadores de la serotonina. De nubes de algodón para relajar nuestros saturados cerebros.
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Adultos, e incluso menores, de diferentes historias vitales, con actividades y profesiones diversas, se ven doblegados ante el pánico, la ansiedad o la melancolía. Como integrantes de un gran batallón de personas agotadas. Como miembros de una sociedad cansada. Y por ello el incremento del consumo de psicofármacos es paralelo al aumento de productos de psicología pop, desde charlas hasta libros de autoayuda pasando por el mindfulness y los libros de ensayo para comprender las claves de la motivación. Y entre este matorral de remedios brilla como una pequeña joya el ensayo breve de Byung-Chul Han. Reluce porque era necesaria una reflexión sobre La sociedad del cansancio.
Este filósofo de origen coreano, profesor de Filosofía en la Escuela de Diseño de Karlsruhe, en Alemania, explica con claridad que cada época sufre unas enfermedades características. Y a su erradicación –o al menos a su control- dedicamos importantes esfuerzos, como hemos hecho el siglo pasado con el desarrollo de los antibióticos y las técnicas inmunológicas para bloquear el avance de los virus y las bacterias. Pero una vez superada la época que podríamos llamar “bacterial”, irrumpen las enfermedades neuronales en el panorama patológico de comienzos del siglo XXI. Enfermedades de la mente atribuibles, en opinión de Byung-Chul Han, a un exceso de positividad, a una sobreabundancia de escenarios en los que hemos de mostrar nuestro buen rendimiento.

“Una sociedad de gimnasios, torres de oficinas, bancos, aviones, grandes centros comerciales y laboratorios genéticos. La sociedad del siglo XXI ya no es disciplinaria, sino una sociedad del rendimiento” (Han, 2012, p. 25).
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La sociedad del logro, del rendimiento, está sometida al verbo “poder”, al alcance de metas individuales o colectivas. “Yes, we can” –dicen unos-, “Just do it” –dicen otros. Esto exige trasmitir a las personas, a través de los diferentes agentes de socialización, desde las familias hasta las escuelas, los medios de comunicación o los amigos en actividades de ocio, la necesidad de poder hacer…..pero la raíz del problema se encuentra en que el rendimiento ha dejado de proceder de fuera, de una autoridad o disciplina externa, para instalarse en nuestro propio yo. En la autoexigencia.
Hemos superado la sensación o necesidad psicológica de la obediencia a las figuras de autoridad, para lanzarnos a la obediencia a nosotros mismos y a un rendimiento creciente que habrá de llevarnos a la superación continua de metas. A una necesidad de logro insaciable, pues una vez alcanzada una meta habremos de sentir desmotivación al contrastar las expectativas con la realidad y volveremos a fijarnos nuevas metas creyendo que, quizás, éstas y no las que acabamos de lograr, sean las nos lleven al desarrollo personal o profesional. Al pensar en estas autoridades que se instalan en nuestros pensamientos, recuerdo a Bernardo Soares -y su desasosiego- cuando escribe sobre su jefe y reconoce que «todos tenemos un patrón Vasques, para unos visible, para otros invisible».
Motivación de logro, esfuerzo, generación de expectativas, logro de metas, ajuste de expectativas a la realidad alcanzada, insatisfacción, frustración, motivación de logro, esfuerzo, generación de expectativas… Podríamos continuar esta cadena durante meses, años y décadas de nuestras vidas. Una cadena que nos obliga a ser seres perfectos, pero olvidando que somos rosas y mortales y que, quizás por ello, lo que debiéramos ofrecer a la sociedad no es la excelencia sino una cierta perfección: una perfección imperfecta. Al fin y al cabo, lo mejor puede ser enemigo de lo bueno.
P.D. Cierro este texto reiniciando mi disco duro y volviendo al inicio, allá por 2001, cuando Camper proclamaba desde las Baleares aquello de Camina, no corras. Releo párrafos subrayados de la obra de Byung-Chul Han (2012). La sociedad del cansancio. Herder: Barcelona y las citas sobre el patrón, el Señor Vasques, del Libro del desasosiego de Pessoa. Recuerdo el cuento moral La Bégueule, de Voltaire, y su frase Le mieux est l’ennemi du bien. Escucho el álbum In a Time Lapse, de Ludovico Einaudi.
Parece que esta »sociedad del cansancio» nos ha llevado a pensar que la felicidad solo se encuentra detrás de esos logros y no en el día a día. Como expresaba Zygmunt Bauman en »El arte de la vida»: la gente ha llegado a tener miedo a la posesión; si puedo tener un coche de renting y no tener que pensar en que es algo duradero de lo que me tendré que encargar, mejor que mejor y lo mismo, tristemente, pasa con muchas de nuestras relaciones personales. Los amigos en redes sociales se cuentan por cientos, mientras las relaciones significativas cada vez son menos: parece que mucha gente sustituye el café relajado y sin mirar el reloj, por el ‘me gusta’ esporádico y la felicitación de cumpleaños anual.
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Gracias por tu reflexión Alejandro, una reflexión muy acertada.
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El citado escitalopram bien podría asemejarse con el famoso Soma de Huxley
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Eso pienso, Francisco, aunque en una versión más avanzada para el tratamiento de la ansiedad (y para afrontar la vida cotidiana).
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