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La semana pasada disfruté de un “vermú-cena” con amigos y buenos conversadores; uno de esos encuentros tan españoles en los que el aperitivo slow precede a una abundante comida y una larga, muy larga sobremesa que se arrastra hasta la cena.
Lo mejor de la mesa era la diversidad de procedencias de los comensales, algo que aprecio especialmente y más, cuando se cuenta con personas tan locuaces y buenas conversadoras como Cristina Corujo –la anfitriona-; esta profesional del marketing había sentado alrededor de una mesa a amigos dedicados laboralmente a actividades diversas; desde la hostelería a la responsabilidad social corporativa, la industria farmacéutica, la equitación o la tecnología.

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Todos compartíamos generación y algunas experiencias comunes; habíamos comenzado a trabajar en empresas en los 90 y habíamos vivido sobremesas sin hora de cierre para finalizar las semanas laborales. Yo recordaba incluso una reunión de viernes orquestada por mi jefa y compañeros de trabajo del momento –anterior a la llegada de las tormentas de ideas- en la cual los proyectos imaginados se proyectaban como misiles al ritmo de las copas y los cigarros. ¡Cómo olvidar aquel aquelarre del que tuvo que rescatarme mi mujer para llevarme a casa sano y salvo!
Recordábamos con nostalgia y cierto cariño la época de oficinas cubiertas por el humo del tabaco, con viernes de comidas, cafés, copas y cajetillas de Malboro. No porque nos pareciese mejor que la actual ni más eficaz (creo que ninguno deseaba regresar al pasado) sino porque en aquel denso mar habíamos comenzado nuestras carreras profesionales y, en solo veinte años, habíamos podido adaptarnos sin ningún problema a talleres de coaching y a reuniones por videoconferencia, a comidas en tuppers, y a sesiones de bicicleta elíptica escuchando podcasts de un curso intensivo de inglés en ivoox.
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La elasticidad cognitiva nos permite adaptar nuestras conductas a los cambios de cada época –ahora frenéticos-, y por ello no nos resultó extraño escuchar en la sobremesa a Adriano Monés explicarnos cómo podría ser la movilidad en un futuro bastante próximo y recomendarnos este vídeo para ir poniéndonos al día: Toyota e-Palette Concept.

Creo absolutamente en un desarrollo sostenible, en un capitalismo humanista o socialmente responsable, y si estos nuevos sistemas de movilidad responden a un triple balance, siendo capaces de alcanzar un resultado positivo tanto en los resultados económicos como en los sociales y ambientales, bienvenidos sean. De hecho, ya me apetece probar algunos de estos dispositivos, pero hasta que irrumpan en la vida cotidiana, me quedo con largas sobremesas con personas de verbo ágil y pensamientos interesantes.
Todo esto me hace pensar que podemos ser lo suficientemente flexibles como para adaptarnos a muchos de los cambios tecnológicos que nos atrapan, aunque tras el escenario público intuyo que nunca podremos dejar de ser humanos.
Seremos capaces de reunirnos por video conferencia sin llegar a conocer a nuestros interlocutores –ya lo estamos haciendo-; podremos “agendar” las citas por Google calendar sin necesidad de escuchar la voz de la otra parte –ya lo hacemos-; o realizar compras en el supermercado virtual sin escuchar las recomendaciones del personal de secciones, pero cuando nos encontremos con otros seres cara a cara, y queramos disfrutar de la vida social, acabaremos notado que tenemos más de humanos que de seres cibernéticos. Humanos, demasiado humanos.
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Esto me recuerda una historia de una persona que quiso aprender a ladrar. Nos cuenta Mario Benedetti que un hombre llamado Raimundo quiso aprender a ladrar por amor a los perros. Tras años de perseverancia y pragmático aprendizaje Raimundo consiguió ladrar, y para probar su grado de destreza, un día se animó a preguntar a su perro Leo qué opinaba de su forma de ladrar. La respuesta del can fue escueta: «Yo diría que lo haces bastante bien, pero tendrás que mejorar. Cuando ladras, todavía se te nota el acento humano».
Del mismo modo, las personas flexibles tenemos un pequeño problema. A pesar de nuestro desesperado intento por adaptarnos al entorno y transformarnos en seres cibernéticos y eficientes, al igual que Raimundo, nunca podremos dejar de ser humanos. Ni de disfrutar de una buena sesión vermú.
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P.D. Releo los cuentos de Mario Benedetti (1998), en su libro Despistes y franquezas. Navego con gusto por la web del pintor gaditano Manolo Sierra, entre cuadros con escenas de encuentros familiares y comidas con amigos. Sonrío al recordar algunos momentos del vermú-cena y escucho el Sarandonga de Lolita.