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“La asociación de minusválidos psíquicos Raitana celebró su segundo aniversario”. El 3 de abril de 1996, El Comercio narraba bajo este titular cómo Pedro, Gema, Carmen, Víctor, Jorge y Pedro habían celebrado con entusiasmo el segundo aniversario de un centro ocupacional para minusválidos psíquicos, en compañía de familiares y amigos.
Emi, presidenta de la Asociación, frente al recorte de prensa, recordaba el camino avanzado durante casi cuatro décadas para impulsar la integración social de estos jóvenes en Villaviciosa. Mientras, Lorena y yo –ambos en representación de entidades colaboradoras- nos mirábamos con curiosidad por la indiferencia de la fundadora de Raitana ante el concepto de minusvalía.
“Hoy este titular sería totalmente incorrecto, ¿no crees, Emi?”, preguntó Lorena. “Eso creo”, añadí ante una madre que parecía no valorar estos comentarios y seguía hablando con orgullo del trayecto recorrido desde la pequeña sede, a las afueras del pueblo, hasta la concesión del nuevo espacio, con más servicios y atención, en el centro de la localidad.

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En 1995 se fundaba la Asociación Raitana y yo finalizaba los estudios de Psicología. La anécdota del concepto de “minusvalía” me hizo pensar en los nombres que empleábamos en la facultad, en aquellos años, para explicar las discapacidades intelectuales.
Al llegar a casa busqué por la estantería el manual de Peiró sobre “Psicología de la organización”, aquella biblia que manejábamos quienes nos interesábamos por la psicología industrial (hoy conocida con más pompa y circunstancia como psicología del trabajo y las organizaciones) y allí, en las primeras páginas, encontré la prueba del delito que estaba buscando. Explica el texto cómo esta especialidad surgió en la Primera Guerra Mundial, al reunir la Asociación Americana de Psicología a un grupo de especialistas para diseñar pruebas que seleccionasen adecuadamente a los miles de hombres que serían destinados a diferentes cuerpos militares según sus habilidades; pero también que permitiesen “eliminar del servicio a los subnormales o mentalmente insuficientes” (sic.), expresa el texto académico editado por la UNED en 1992. Y treinta años no es nada.
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En el acto de entrega de los Premios Princesa de Asturias de 2022, Juan Mayorga expresaba en su discurso como galardonado en la categoría de letras que, “si pensamos a fondo en ello, no dejará de parecernos cosa de magia que las letras, esos pocos dibujos, esos pocos sonidos, puedan tanto. Que puedan darnos tanta felicidad y hacernos tanto daño. Que puedan amenazar a una persona o enamorarla, unir a un pueblo o dividirlo”. Palabras directas como flechas cuando nombran a una persona o un colectivo desfavorecido.
El periodista Álex Grijelmo bien nos recuerda que las expresiones elegidas cuidadosamente para referirnos a colectividades vulnerables o aquellas discriminadas, suenan bien en el momento de lanzarlas, pero pronto se convierten en formas cuestionadas y sometidas a sospecha. En formas tan desechables como las que sustituyeron. Se produce ese efecto dominó descrito en 1980 por el lingüista Dwight Bolinger en su obra “Lenguaje: el arma cargada”: una palabra que comienza a ser incómoda es sustituida por una nueva considerada amable, que acabará a su vez convirtiéndose en desagradable e incómoda y por ello sustituida con el tiempo.
¿Cuál es entonces el problema? Que la palabra elegida, sea cual sea, está nombrando algo que se pretende ocultar. Algo que de otra forma altera nuestra interpretación ordenada del mundo. Y así nos encontramos ahora ante la diversidad funcional que quiere borrar la discapacidad. Aunque en este curioso efecto domino, las decisiones no suelen ser unánimes y los debates se presentan sobre el tablero.
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Los colectivos de personas con discapacidad, conscientes de la importancia del lenguaje en la generación o eliminación de connotaciones negativas hacia su colectivo, han ido impulsando y, al mismo tiempo, superando progresivamente, denominaciones como invalidez, incapacitación o minusvalía para aceptar el concepto de discapacidad. Pero nuevas voces defienden su sustitución por el término alternativo de “diversidad funcional”, concepto impulsado desde 2005 por el Foro de Vida Independiente para reforzar la esencia de la diversidad, que habrá de afectar a algunas áreas funcionales de la persona pero no a otras.
Muchos gestores de las administraciones públicas y diferentes universidades, temerosos de ir detrás de la sociedad, han rebautizado los servicios de atención de personas con discapacidad como servicios de inclusión de personas con diversidad funcional. Pero en el mundo de las entidades sociales el nuevo concepto es objeto de debate.
El Comité Español de Representantes de Personas con Discapacidad (CERMI), en su Documento de Normas de Estilo de Expresión y Comunicación, publicado en 2017, recuerda que debe emplearse la expresión “persona o personas con discapacidad” para referirse a este sector de la ciudadanía, y “discapacidad”, para referirse a su realidad personal y social. Al mismo tiempo, se solicita evitar la utilización de la expresión personas con diversidad funcional para referirse a las personas con discapacidad, y diversidad funcional, para aludir a su realidad. Entre las razones de esta recomendación es porque “la inmensa mayoría de las personas con discapacidad y de su movimiento social rechaza la utilización de la expresión ‘diversidad funcional’ por no sentirse identificadas con un léxico sin legitimidad ni respaldo social amplio”.
El Foro de Vida Independiente responde que la diversidad funcional no tiene nada que ver con la enfermedad, la deficiencia, la parálisis o el retraso (terminología derivada del modelo médico de la discapacidad) sino con las reglas de funcionamiento social. Reconocen que las personas con diversidad funcional son diferentes, desde un punto de vista biofísico y, por ello, en algunas actividades de la vida cotidiana pueden mostrar necesidades especiales y necesiten apoyo, pero también se resalta que tienen otras capacidades. Como cualquier otra persona en otros ámbitos de la vida.
Frente a este planteamiento, y en representación del movimiento asociativo, el CERMI en España manifiesta que el término diversidad funcional “no describe la realidad, sino que resulta confuso e incluso en ocasiones pretende ocultar esa realidad, atacando el enfoque inclusivo y de defensa de derechos”, incluso pudiendo hacer retroceder la asistencia terapéutica al dejar de valorar la necesidad de cambios en la persona. Recuerdan, en este sentido, que el “movimiento social organizado de la discapacidad a escala global (mundial, europea, nacional y territorial) defiende el uso de la terminología exclusiva personas con discapacidad”.
El debate está servido.
Nota: artículo originalmente publicado en el diario El Comercio, el 7 de diciembre de 2022
