
I
El 17 de noviembre de 2005 desperté en Bruselas. Había tenido la suerte de estar allí la tarde y la noche anterior inaugurando en la Casa de Asturias una muestra de jóvenes artistas. La experiencia con el grupo de creadores en el edificio Le Peuple, en la rué Saint Laurent, había sido estupenda pero breve y, veinticuatro horas después, estaba de nuevo en el Aeropuerto de Charleroi, frente al mostrador de facturación.
Aunque había llegado con docilidad dos horas antes de la salida, el vuelo había sido cancelado. Pensé en cambiar el billete para otros vuelos hacia Madrid, pero un joven que me precedía en la cola lo pidió primero con educación y luego con exigencia sin lograr nada a cambio. No había otra salida. Ambos nos encontrábamos en igual situación y teníamos constancia mutua de la presencia del otro; una “desatención amable” que diría Ervign Gofman, un microencuentro en el que ambos reconocíamos al otro y asumíamos compartir una misma realidad social.

“¿Eres periodista?”, me preguntó con interés. “No, en realidad soy el director de la Fundación que patrocina una exposición de jóvenes en Bruselas. Se trata de una acción de responsabilidad social corporativa.” Escuchaba mi respuesta con interés sincero, algo extraño pues estos temas cuentan con un público muy reducido, lo que me motivó a iniciar una conversación y preguntarle de qué parte de España era. “¡De Lima, soy peruano!» -respondió con una carcajada irónica. «Aunque viví muchos años en España porque mi padre es español».
II
La tarde se alargaba y continuamos hablando: de Psicoanálisis, algo para mí literario y exquisito y, para él, sencillamente su tratamiento durante diez años. Llega el momento de compartir biografías. Con un sonrisa en los labios, mi compañero de espera reconoce que, tras estudiar periodismo en Estados Unidos y animarse a escribir con la expectativa de ser leído por su padre desde Lima, acabó solicitando una estancia de prácticas en Naciones Unidas y allí encontró su lugar.
Me toca el turno de narrar mi breve trayectoria hasta aquel momento. De explicar la atracción sentida por el Psicoanálisis, de una beca doctoral para una brevísima estancia en Argentina, donde fui preñado de imágenes irreales. Buscaba el tango de arrabal, las huellas de Borges y alguna tertulia de Victoria Ocampo, pero me encontré de bruces con el Hard-Rock Café y con un alegre –y estupendo- grupo saliendo de una heladería con un Banana Split en recipiente de plástico para comerlo en el coche, mientras nos dirigíamos al centro comercial de Tigre.
-“Deberías dedicarte a terapia… ¿Por qué no eres terapeuta?” – me preguntó de forma directa, con una mirada seria.
– «No lo tengo claro»- respondo. «Es una posibilidad de futuro, aunque creo que podría satisfacer mejor mis inquietudes a través de la escritura de ensayos breves, de historias de vida, y dando conferencias».
-“Increíble» -responde mirándome sorprendido-. «También coincidimos en ello. Creo que me hubiese gustado ser artista o escritor, básicamente por mi ego y narcisismo. Puedo imaginarme en portadas de revistas con mi perra salchicha, sentado en el chester del salón de la casa de Madrid”.

III
Puertas abiertas e inicio del embarque. El avión no iba lleno y pudimos ocupar dos asientos contiguos. Y continuamos compartiendo temas. Hablamos de vivienda, de comprar o alquilar. De la adopción de menores en familias no convencionales. Del sexo y sus diferentes posibilidades, aunque ambos compartíamos la idea de preferir levantarnos con alguien a acostarnos con alguien.
La confianza iba avanzando al mismo ritmo que profundizábamos en nuestra psicología, en nuestros respectivos lugares en el mundo:
– «En el fondo tengo un marcado sello de clase» -me dijo con ironía-. «Ya sabes, clase alta limeña, de afortunados y desinhibidos, y yo he estado viviendo los últimos diez años en Madrid en un entorno similar. Amigas exitosas, guapas y triunfadoras… pero solas. Muy solas. Y yo también estoy un poco neurótico, pero a pesar de todo me encanta mi papel en la sociedad española. Así soy, megalómano, narcisista y egocéntrico”.
Escuché con una mezcla de sorpresa y curiosidad la dureza de sus amigas triunfadoras para elegir carnes de jóvenes. Les gustaban jóvenes y con un punto bohemio, pero nunca perdedores. Un bohemio sin un buen premio de literatura era un perdedor. Tampoco querían tipos interesados en el amor, pues aunque llevaban mal –y algunas en tratamientos- sus soledades, por encima de todo se encontraba la amistad y el deseo de envejecer juntas. Él, sin embargo, aún no sabía con quién iba a envejecer.
Hablamos del mal gusto creciente en la sociedad, y recordé a Jovellanos, «porque trabajar mucho, comer poco y vestir mal es un estado de violencia que no puede durar» (1). Hablamos de los pueblos y las pequeñas ciudades, de los límites físicos y psicológicos que pueden llegar a asfixiar. De los condicionamientos sociales. Hablamos de las abuelas y su resignada satisfacción con la vida cotidiana.
Dos de la madrugada. Fin del viaje. De un viaje con largos retrasos y esperas pero sin duda muy especial. Y así lo reconocimos ambos en la zona de entrega de equipajes de Barajas. Él cogería un taxi y yo tendría que descansar en un hotel de La Alameda de Osuna hasta tomar un vuelo hacia Asturias a primera hora de la mañana. Nos dimos un abrazo y prometimos volver a vernos. «Por supuesto -le recordé-, cuando nazca mi hija en abril me debes una visita para conocer a la familia».
IV
Caminaba hacia la zona de salidas de vuelos nacionales y pensaba en la inutilidad de tratar de predecir el futuro. Pensaba que iba a ser psicoanalista y acabé dando formación de habilidades directivas. Creía que iba a vivir en una gran ciudad y regresé al pueblo. Y lo más grave es que muchas veces no se trataba de errores de decisión, pues en cada momento y según los recursos disponibles, elegimos las opciones que consideramos mejores, a pesar de que nos vayan llevando a olvidarnos de nuestros proyectos vitales. Sin duda este encuentro había revuelto mis cimientos. ¿Cómo es posible que nuestras ambiciones e inquietudes, los miedos y las preocupaciones puedan resumirse en cinco horas y compartirse con un desconocido en un aeropuerto y un avión?
En el control de seguridad del vuelo Madrid-Oviedo la vigilante observaba con indisimulada curiosidad la portada del libro que había depositado en la bandeja de control, junto con el cinturón, la cartera, el reloj y cuatro monedas. No puedo reprimir su interés y me preguntó qué estaba leyendo. “Escribir es vivir”, es una historia personal de José Luis Sampedro, el economista que siempre quiso ser escritor. “¡Qué gran verdad!”, respondió la vigilante de seguridad, “Yo también escribía, ¿sabes? De pequeña escribí bastante y gané algún premio, incluso publicada en libros colectivos del colegio y de asociaciones”. Le pregunté si seguía escribiendo.
-“Ahora no» –respondió depositando el libro suavemente en la bandeja-. «Ahora no porque trabajo aquí. Llego a casa muy cansada”.

P.D. Este viaje se realizó en noviembre de 2005 y lo recordé, para escribir esta nota, en 2014. En todo momento tuve presentes los cuadros de Federico Granell, de su serie de aeropuertos, que me ayudaron a recrear aquella espera y encuentro en el aeropuerto de Bruselas.
Sorprende comprender cómo, en un encuentro casual y bajo determinadas circunstancias (en especial el tipo de contexto y el perfil de las personas con las que nos encontremos), podemos llegar a ofrecer ante un desconocido un esbozo de nuestra biografía e incluso compartir pensamientos y sentimientos poco aireados en sociedad, para luego volver a diluirnos entre la multitud.
Escribo estos recuerdos con la música de fondo de Ludovico Einandi. Suena «Experience»
–
(1). La cita de Jovellanos se encuentra en sus «Cartas de viaje de Asturias» (h. 1782), y el diseño de la misma es del equipo Pandiella & Ocio, para «El Cuaderno».